La repercusión de las guerras de la época contemporánea en la población civil de retaguardia es una cuestión de enorme interés historiográfico porque es evidente que dicha población se convierte en blanco u objetivo del conflicto, con toda la carga de tragedia y sufrimiento que ello conlleva y que en épocas anteriores fue menor, sino, también porque, altera la “normalidad” de las vidas y del conjunto social en todos los aspectos. Otra cuestión importante de estudio es la relación entre los estados y los gobiernos con sus sociedades en relación con la guerra, con el esfuerzo bélico y con la nueva organización económica que se plantea. El caso de la Segunda Guerra Mundial es, en este sentido, paradigmático. No fue igual la relación entre los estados democráticos y sus sociedades respectivas que los totalitarios con las suyas. En este trabajo nos acercaremos al caso japonés, ejemplo de estado totalitario y de sociedad controlada.
En los comienzos de la Segunda Guerra Mundial el gobierno japonés aplicó un vasto programa de austeridad para preparar a la población civil ante los inevitables sacrificios que se avecinaban. En primer lugar, se ideó una campaña publicitaria para fomentar esa austeridad sobre la idea de que la extravagancia era el enemigo.
La población japonesa acató las medidas del gobierno, habida cuenta del autoritarismo y conservadurismo imperante desde los años treinta. Los japoneses empleaban un tiempo para realizar sesiones de ejercicio dictadas desde la radio dirigida por el estado. La dieta alimenticia se restringió. Se creó el denominado “almuerzo del Sol Naciente”, llamado así por su parecido con la bandera japonesa. El plato consistía en una ciruela pasa sobre arroz blanco. Los monjes zen prescindieron del arroz y mantuvieron una dieta de frutas y verduras.
A partir del año 1940, la gasolina quedó completamente racionada y por la noche, ciudades como Tokio, quedaron cerradas al tráfico. Se formaron grupos patrióticos de mujeres con la tarea de informar a las autoridades sobre cualquier despilfarro de combustible, especialmente, de hombres que fueran en coche hacia el distrito de las prostitutas.
La ropa también sufrió los embates de la guerra y se incluyó en el plan de austeridad y exaltación patriótica. Se instó a las mujeres a abandonar los vestidos de estilo occidental y los kimonos de complicada confección, a favor de blusas y pantalones bombachos de trabajo o “mompe”, propios de las campesinas. Se prohibió el maquillaje, se cerraron los salones de belleza y se impuso la moda de cortes de pelo severos.
En relación con los hombres, también se obligó al cambio de vestimenta. Se instó al abandono del traje occidental y su sustitución por uniformes de color caqui con polainas y gorras militares. El cuero se expropió para fabricar botas militares, y muchos civiles tuvieron que calzarse con los pesados zuecos de madera, propios del mundo rural.
Al avanzar la guerra, el constante flujo de hombres jóvenes hacia los distintos frentes provocó una evidente carencia de mano de obra. Las autoridades japonesas instaron a la población a que se hicieran más y mayores contribuciones al esfuerzo económico y militar. Los niños se encargaron de la recogida de carbón y de las tareas más sencillas. Los estudiantes adolescentes pasaron a trabajar en el campo y en las industrias, mientras que las mujeres jóvenes debían dedicarse al fomento de la natalidad. Aunque Japón siempre había sido un país con un grave problema de superpoblación, y éste se había convertido en una de las justificaciones de su agresiva expansión política, militar y territorial, se fue consciente que para que se consolidase dicha expansión por el continente asiática era necesaria la emigración de japoneses para la colonización de las nuevas posesiones imperiales. Por eso se fomentó la natalidad, estableciendo una campaña que pretendía que nacieran unos tres millones de niños al año. Se prohibió todo tipo de control de la natalidad, se establecieron agencias estatales matrimoniales y escuelas para novias con el fin de preparar a las mujeres jóvenes para casarse con los soldados. El estado pagaba la boda y la educación de los hijos. Aquellas parejas que pudieran formar una familia numerosa tendrían más recompensas. También, se crearon concursos de bebés sanos por todo el país.
Pero las mujeres japonesas no solamente contribuyeron con el aumento de la natalidad al esfuerzo patriótico y bélico del Japón. Se les encomendó, también, la tarea de mantener alta la moral. Para ello existía la Organización Femenina de la Defensa Nacional que coordinaba un conjunto de actividades en este sentido: organizaba las despedidas de soldados que iban al combate en las estaciones de trenes, encargaba a las mujeres para que escribieran cartas de apoyo a los soldados y organizaba campañas en las calles con mujeres para crear insignias simbólicas, como las denominadas “cintas patrióticas” y banderas del Sol Naciente, con el concurso de los transeúntes. Esas insignias se enviaban a los soldados como amuletos o talismanes, aunque más para que supieran que contaban con el apoyo de sus compatriotas civiles y, muy especialmente, gracias al esfuerzo de las mujeres. Las “cintas patrióticas” eran piezas de tela decoradas con puntadas realizadas por la gente en las calles. Cuando una cinta tenía unas mil puntadas era enviada a un soldado como símbolo de la confianza y la fe de las mujeres japonesas. En el caso de las banderas del Sol Naciente, se llenaban con mil caracteres japoneses del “poder”.
En los tiempos de las grandes y veloces victorias militares japonesas se generó en el país una oleada de fervor patriótico y militarista de enorme magnitud, quizás no alcanzada por ningún otro país en la historia contemporánea. La propaganda oficial se encargó de animar ese espíritu, reconociendo que las tropas japonesas eran la encarnación moderna del espíritu de los samuráis. Esa fiebre contagió a las propias madres, que vestían a sus hijos pequeños con uniformes militares. Los maestros en las escuelas enseñaban las glorias militares japonesas a sus alumnos y que aquellos que no terminaran por servir en lo que se consideraba una verdadera “guerra santa” quedaría avergonzado socialmente de por vida. Los monjes budistas, ejemplo de la no violencia, sucumbieron a esta marea militarista: respondieron a la llamada para alistarse.
Por último, debemos recordar la importancia de la religión en la sociedad japonesa. Las autoridades animaron a la población a rezar en público, especialmente en el Templo Yasukumi de Tokio, lugar donde se creía que residían las almas de los soldados caídos. El propio emperador Hiro-Hito presidió un solemne ritual Shinto en Yasukumi, cuando, al comienzo de la guerra entregó más de diez almas de oficiales que habían caído en China, convirtiéndolos en inmortales. Al ir creciendo el número de muertos en la guerra, se hicieron continuos los rezos ante el Templo.
(Nota: para la elaboración de este texto nos hemos basado en el coleccionable sobre La Segunda Guerra Mundial, en el tomo I dedicado a Japón en Guerra (volumen 71), de Times-Life Books, publicado en España por Ediciones Folio, 1998).
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